martes, 27 de marzo de 2012

Conforme o ¿no?

Quiero una mucama, una niñera, una montaña y unos buenos pulmones. Si, unos buenos pulmones, porque con la condición física que me gasto, seguro no llego a la cima, ni mucho menos podré gritar. Si yo solo quería que hablaran y caminaran, ahora solo ansío poder usar el baño en paz. Sí, hablo de mis hermosas criaturas y cuando digo criaturas, no me refiero a los “gremlins”; sino a mis hijos. Esas dos personitas que son mi vida, que me quitan el aliento, no es broma; me dejan sin aire los benditos muchachitos.
Si tan solo me conformara, pero… ¿Quién hace eso? Desde pequeña vivo rodeada de inconformismo, deseando lo que otros tenían. Comencé con el cabello, lo tenía largo y lacio (tengo pruebas) pero no, me “emperré” y lo ricé, ¿y ahora? Añoro los martes de “blower”, simplemente porque no soporto mis rizos. Por cuatro años utilicé lentes de contacto color “hazel”, enojada con la genética porque no heredé el color de ojos de mi padre. Por lo que veo, la genética tiene un juego de venganza conmigo. Bueno… siguiendo con la inconformidad, he tenido el cabello teñido de varios tonos. Increíblemente, por tres años fui una “negra” rubia. Debe ser por eso que me gasto en ocasiones mis “blonde moments”. ¿Así, o se puede ser mas inconforme? Pues sí, uso faja y sostén con relleno. Pudiera seguir describiendo lo inconforme que me siento con mi físico, pero la idea no es matar mi estima. Aunque, releyendo todo esto, acabo de darme cuenta que la he acribillado de muerte.

¿Por qué no aceptamos las circunstancias y ya? ¿Por qué no puedo aceptar que yo pedí a gritos que mis hijos hablaran y caminaran? Cuando se es padre, solo se piensa en una cosa, hijos sanos e inteligentes. Hijos que, seamos sinceros, puedas utilizar para darte “guille”. Yo no puedo hacer competencia, a menos que sea de sacar cuenta de cuantas veces digo “¡Jan!” al día, o la capacidad pulmonar que tiene Ian para gritar. Mis hijos no son los hijos que cualquier padre quisiera tener. ¡BAH! Sin embargo, no puedo negar que dentro de sus condiciones y sus guerras, mis hijos saben demostrar lo positivo. Ellos, que me dejan sin aliento, que me incitan a salir corriendo, que hacen que quiera un pasaje para la luna, para España o México, que cuando me veo al espejo veo canas verdes, ellos, siempre están riendo; son felices. Según se gritan, se abrazan, según se pegan, se besan. No puedo negar que el déficit de atención de Jan me salva de no tener que explicar sobre un abuelo materno ausente, aunque no me salva de explicar un trillón de veces que su hermano tiene un corazón diferente. Aunque también me ayuda cuando los peces mueren ya que el duelo dura solo minutos. Sin embargo, ya no le parece interesante eso de tener un hermanito menor. Ian por su parte aun con el corazón roto goza de una maravillosa actividad física, pulmonar y voluntariosa, que hasta el mas sano se la envidia. ¿Y yo? Yo, tengo que conformarme con ellos, porque son lo más maravilloso que me ha regalado Dios, porque son míos, tienen mi sangre y mi nariz. No son perfectos, pero son míos, me roban la energía, pero aquí sigo, luchando con ellos, por ellos. A veces inconforme, a veces demasiado conforme. Solo espero que sean en algún momento mas que agradecidos. Porque espero en mi vejez poder ver mi esfuerzo y cansancio descansar en hombres profesionales que no se conformaron. Eso sí, en el momento en que no pueda sostenerme por mi sola, no seré conforme. Me teñiré las canas de azul, me pondré un sostén con relleno, una faja, mi mejor bata y les diré a mis hijos, “¡ya es tiempo, páguenme el mejor asilo!”

lunes, 19 de marzo de 2012

Ian

El 17 de marzo mi hijo menor Ian, cumplió 3 años, el 18 de marzo, hice lo que toda madre hace cuando sus hijos crecen; saqué ropa. Y mientras acomodaba cada pieza, las gavetas de mi cerebro se organizaban y desorganizaban, mezclando infinidad de pensamientos, sentimientos y recuerdos. Justamente un 18 de marzo, me dieron la noticia de que mi hijo tenía el corazón roto. Perdonen  si les parece morbosa mi forma de describirlo, pero así es más fácil de entender. Un 18 de marzo, tuve que asimilar con templanza, pero a lágrima viva, que la vida me había jugado una mala pasada. No había muchas opciones, o me “metía” un tranquilizante por el resto de la vida o aceptaba mi realidad y vivía con eso. Lógicamente, luego de una cesárea, una esterilización y esa “gran” noticia, el análisis lo llevé a cabo con un pote de 30 percocet después. Y aquí me tienen 3 años después en un continuo asimilar, el que mi hijo tendrá un corazón roto; toda su vida. Por el momento hay un punto a mi favor, el no lo sabe. En ocasiones es algo positivo, aunque a mí me mata constantemente del susto.

Sacando y acomodando ropa, he rememorado las frisas con las que fue arropado los días que estuvo lejos de mí en el Centro Cardiovascular. Fueron las mismas que lo arroparon cuando se recuperaba de su primera cirugía. Son las mismas que lo arropan en casa todas las noches. Las frisas no las saco, esas no le quedan pequeñas. Sin embargo he notado, que ya no tiene muchas pijamas, y tenemos una cirugía pendiente; hay que comprar.  Entonces recuerdo su penúltimo día en recuperación, cuando solo me quedaba una pijama limpia y al momento de ponérsela tuvimos que romperla. Tampoco le quedan muchas medias y eso me hace recordar que pensé que nunca le iban a crecer los pies. Para ser mi segundo hijo, me pasé de ingenua; lo sé. Algo que me ha dado a entender que está creciendo, no es la ropa que le queda pequeña, sino la que no usaba antes; los calzoncillos. Si, ya es grande, usa calzoncillos. Y “caigo” en el tiempo de que según crece, se nota menos la cicatriz de su pecho, pero pronto tendrá una nueva. Y me pregunto qué tan saludable sería que vuelva a tener amores con las percocet.  Porque a pesar de que decidí afrontar la situación y criar a mi hijo como un niño como cualquier otro, tengo mis momentos de terror. Sobre todo porque soy la histeria montada en dos piernas y me precipito con una facilidad espeluznante.

Normalmente, cuando se tiene un hijo con una condición delicada de salud, las madres solemos amar esos días de cumpleaños. Es como darle una bofetada a la vida, diciéndole: “¡JA, aquí estamos, luchando! Yo celebro la vida de mi hijo, todos los días, todas las mañanas, cada vez que veo como la “pipa” de Ian sube y baja en señal de que respira. Cada tarde cuando lo busco al cuido y me grita desde el pasillo “¡mami!”. Celebro cada noche, cuando a pesar de un día a puro juego, puedo cantarle una canción y permitirle a ese cuerpo un descanso. El descanso que no le da un pequeño que tiene un corazón roto, pero su voluntad lo cubre de una gruesa capa de hierro.

lunes, 12 de marzo de 2012

El deporte de vivir

No soy amante al deporte. Para ser sincera, creo que la genética de mi familia no desarrolló esa área. No recuerdo de mi pequeña familia, alguien que fuera deportista. Mi hermano, no se bajaba de su bicicleta, pero no era ciclista. Puedo recordarlo con su recorte ochentoso, sus wranglers bien pegados y unos converse, correr y correr sin parar su “camella”. Yo tardé mucho en aprender a correr bicicleta, de hecho, todavía no sé correrla bien. Todas las veces que intenté practicar otros deportes, el resultado era fatídico. En voleibol, la bola me rebotaba en la cara, no lograba ni un “killeo” ni por gracia divina. En baloncesto, nunca aprendí a “driblear”. En natación, creo ser el único ser humano que no flota. Insisto, la genética, la parte deportista la saltó al momento de mi creación.
Sin embargo, hay un deporte que practico a diario, igualmente ha tenido sus momentos fatídicos, pero algunas veces me he anotado mis buenos puntos; vivir. Lo difícil de este deporte es que a veces soy la deportista, otras tanto la espectadora. Así, es nuestro diario vivir; puede ser un escenario, o un campo de deportes. Estos últimos meses, lo he visto como un deporte. Y es que hay días en que termino mas exhausta que si hubiera corrido las 50 yardas de un campo, con todo el equipo puesto de un futbolista. Corriendo detrás de sueños, esperanza e ilusiones de mejores cosas. Tratando de ver o mostrar que tengo una vida difícil, y que alguien debe comprenderlo. Como pretendiendo que vean que no me invento los 12 “rounds” de golpes que a veces siento que no paro de recibir, que me dejan en un “knock out” y no necesariamente técnico. Y es tirada en la lona, donde entonces cambio de posición y me vuelvo espectadora, de mi vida, de la de los demás. Creyéndome que porque lucho, porque tengo situaciones, tengo el derecho a decirle a los demás como vivir su vida. Cogiéndome un “guillecito” a  Madre Teresa de Calcuta, queriendo evitarle a mucha gente una entrada obligatoria al “ring” de su vida, solo porque “entiende yo pasé por eso”. ¿Y qué si pasé por eso? Ser espectadora de mi vida o de la vida de los demás, incluyendo la gente que quiero, no me da el derecho a decir, a juzgar. Es bien fácil estar sentada en la gradas y decirle a los demás no sufras, no llores. O por el contrario, sentirme tan “beata” como para juzgar que tan bien o mal están las acciones de los demás.

 Cada persona nace con un don para el deporte, ya sea para practicarlo o comentarlo y como tal; deben saber cómo practicar el deporte de vivir, así como ser espectador de su propia vida, juzgándose a sí mismo si es necesario. Como todo deporte, no puedo negar que a veces necesitamos de un entrenador o un réferi que nos dirija o nos recuerde las reglas del juego, mas no necesariamente un juez que determine como termina nuestra competencia. A veces preferiría sentirme en el “trance” de una música suave en una pista de patinaje; sin caídas. O relajarme en medio de un nado sincronizado sin tragar agua. Pero el deporte consta de hacer mejor las cosas, según se cae, según se recibe el golpe, según se gana o se pierde. La lucha sigue, porque la meta es ser mejor y ganar. No voy a enganchar los guantes, no dejaré de correr las miles de yardas del campo, aun cuando me toquen la campana o me saquen la tarjeta amarilla. Si eso sucede, me volveré espectadora y desde las gradas le gritaré al árbitro: “¡Deja de juzgarla, ella solo quiere ser mejor y ganar!”

viernes, 9 de marzo de 2012

Tachando y reescribiendo

Quiero escribir, pero mis musas están jugueteando en mi cerebro. Y es que no es solo querer escribir, debo sentir lo que quiero escribir. Se me han amontonado los sentimientos y las circunstancias y en medio de una semana de sentirme en el éxtasis de la felicidad, se me ha “bajado la nota” y me está haciendo compañía la migraña. La carga en los hombros de momento pesa, el corazón se me aprieta, la cara se me desencaja y mi voluntad que esta vez me ha acompañado por bastante tiempo se me “escurre” por los dedos de las manos. Los deseos de escribir se duermen y mis letras pierden sustancia. Me lleno de dudas si es que el talento solo funciona en ocasiones. Quizás esta semana el acumulo de circunstancias ha influenciado mucho. Las musas a veces me han dado el “pie forzao” para comenzar un tema y en el momento más importante del escrito, me veo involucrada en mi propio bla, bla, bla. Llenando la libreta de tachaduras para comenzar de nuevo.
Y es que últimamente mi vida se ha convertido en letras que en ocasiones pierden sentido, donde pienso que tachando lo que no me gusta, he intentando hacer las cosas de nuevo con otro sentido, quizás las cosas saldrán mejor. Pero a veces no resulta. No resulta, porque tachar sobre un papel es fácil, pero tachar un sentimiento o un error duele. Cuando entiendes que tachar sentimientos o errores es una decisión sabia, tienes que tener la conciencia de que el resultado puede ser positivo o negativo. Sobretodo debes tener en cuenta que el proceso de tachado puede ser doloroso y dejar marca. Querer tachar y reescribir una historia puede ser parecido a una película futurista, donde volver al pasado o ir al futuro podría desencadenar cambios a veces de cuidado. Existen ocasiones donde rememoro mi niñez, momentos donde cierro los ojos y digo para mí: “Dios, que abra los ojos y tenga 6 años por favor”. Pero no, cuando abro los ojos me encuentro; para mi realidad, en el mismo lugar con los mismos 35 años. Y para bien o para mal, tengo que vivir con eso. Hay días, no lo voy a negar, que parece productivo, que me gusta, que lo disfruto. En otros días, me doy el permiso de llorar, de sufrir, de darle entrada a la migraña y a la anorexia. A dejar que mi cuerpo, mi mente y mi corazón pasen el proceso de sufrimiento del momento. Me molesta, pero es un proceso obligatorio en todo ser humano.

Tachar parte de una historia solo porque no me gusta o no le encuentro sustancia, es fácil, si está plasmada en un papel. Tachar parte de mi historia, solo porque la vida no me trata como quiero, es difícil, porque cada experiencia de mi vida sea negativa o positiva tiene una razón. Hasta los errores más grandes y dolorosos tienen algo que enseñarme. Reescribir una historia utilizando todo lo aprendido puede ser a veces cuesta arriba. Reescribir una historia no hará que no vuelva a cometer errores, no hará que sufra menos; aun cuando conozca las causas de mi dolor. A veces, no estoy tan segura de querer tachar ciertas cosas. En gran medida, porque me conozco y suelo cometer el mismo error en el mismo lugar creando un gran borrón. A veces no creo estar tan segura de querer reescribir mi historia. Porque mirando bien, quizás no es la más divertida, ni mucho menos la más interesante. Sin embargo, ha tenido frutos y momentos gratificantes. Eso sí, el día que sienta que las letras que componen mi vida no tienen sustancia; voy a hacer algo más inteligente que tachar. Voy a reescribir mi historia a lápiz y las circunstancias las borraré con una gran goma Lion.

jueves, 1 de marzo de 2012

No lo vale

Esta semana comenzó con un día lleno de ansias de comerme el mundo. Luego de una catarsis que me hizo reinventarme, revivir y renacer, sentía que iba en pos de mejorar mi relación conmigo. Y de repente “zas”, choqué con una pared y casi me rompo los jodidos dientes. Así soy, cambiante, como el viento. Tengo una habilidad increíble para permitir que los ánimos de los demás me afecten el sistema. El problema con esto es, que soy tan transparente que no sé disimular. Cambia mi ánimo, mi fuerza de voluntad arranca y mi cara se desencaja. Y ahí estoy yo, paseando en la montaña rusa del parque de diversiones de mi ánimo, gritando como una loca. Porque la verdad es que estos cambios no cansan, ¡hartan! ¿Dónde consigo un cursito de “me vale ver…” lo que pasa a mi alrededor? ¿Dónde se aprende a seguir viviendo como si nada? ¿Dónde le doy “shut down” a la maldita migraña?
Cada persona tiene una habilidad especial y específica para sobrellevar los problemas. Pero yo, en la fila de “me importa poco”, no encontré acceso. En el grupo de apoyo “¿y qué?”, no encontré cupo. En el curso “valórate 101” no había matrícula. Por lo que he llegado al punto de convertirme en una desertora de la escuela. “Si no te valoras tú, nadie lo hará”. Y lejos de acabar de entender, la importancia de que en algunas ocasiones debo der un poco “yoísta”, insisto en gastarme la vida agradando a otros; en vez de agradarme yo. Me gasto la energía en que otros vean lo buena persona que puedo ser. En vez de utilizar mis experiencias en algo realmente productivo. Como en educar a otros, no para que no sufran lo que yo he sufrido, al contario, para que sepan enfrentar el proceso, porque de ése nunca nos vamos a escapar.
Me consta que yo, solo yo, puedo determinar qué me lastima y qué definitivamente, solo yo, puedo permitir que pase. También sé, que como todo proceso de crecimiento no puedo dejar de sufrir en ningún sentido de mi vida. Pero nuevamente, solo yo, determino si vale la pena. Y esta semana, aun cuando casi pierdo los dientes con el golpe, puedo gritar a viva voz, ¡NO, por el momento, NO VALE LA PENA!