viernes, 6 de octubre de 2017

María


Soy una paradoja, un ser perfectamente imperfecto. Poseo muchas virtudes y dones, pero defectos, esos los poseo el doble. Uno de ellos es la habilidad de acumular palabras altisonantes en una sola oración. Así que de plano, les puedo advertir, que este escrito está cargado de mucha palabra fuerte, las que comúnmente llamamos "malas palabras", pero las cuales como adulta puedo estar dispuesta a asumir las consecuencias de las mismas.

Hoy pienso expresar, que he aprendido de la situación que está viviendo mi isla, luego del paso del inminente o la inminente Maria, el huracán categoría 5 que pasó por el mismo centro de nuestra isla, y que cuando iba saliendo, recordó que en algún árbol dejó la cartera y decidió regresar y dar una vuelta para por si acaso, terminar de joder lo que se le había quedado.

Al día siguiente del huracán, como todo, salimos a ver el area, y fue preciso ver la capacidad de destrucción que muchas horas de viento pueden hacer. Y aprendí, que no importa cuán grande y majestuoso te puedas sentir, una mujer encabronada te va a arrancar de raíz. Aprendí, que no se necesitan zombies para que todo de momento parezca el escenario de un Apocalipsis zombie. Aprendí, que la capacidad de sentirse bendecidos es ligeramente proporcionar a lo que nos falta, y que como todo en la vida, también tiene su área de comfort. Qué nos vamos a mantener en la premisa, de "que por lo menos estamos vivos, pero que "puta" calor hace, porque cuando nos molesta mucho, también le cambiamos el género. "Lo importante es que estamos vivos", pero perdemos la tolerancia en una de las tantas filas que las circunstancias nos lleva a hacer. "Lo material no importa, sino la vida", pero todo se hizo mierda con el agua, y ahora como lo recupero.

Se supone que los efectos negativos, nos enseñen solidaridad, empatía, y tolerancia. Pero en el peor de los casos, exacerba la poca prudencia, la incomprensión, aumenta el miedo, acecha la frustración y la depresión. Maria, la gran y majestuosa Maria, la que en menos de lo que nos dimos cuenta subió a nivel catastrófico, la que nos tuvo en ascuas de por dónde iba a entrar y entró por donde le dio la jodida gana. Que nos dejó sin comunicación y no pudimos saber que trayectoria llevaba, en los momentos más tenebrosos de su pasadía por nuestro terruño. Que cuando pensábamos que ya iba de salida, regresó y terminó de joder, cualquier cosa que se le hubiera quedado. Esa, esa Maria me enseñó, que el problema no es que la isla no esté preparada, el problema es cuando quien la habita, no aprende de la tarea que ha dejado Maria al dejar a su Borinquén devastada.

lunes, 28 de agosto de 2017

Una aventura llamada Fontan



        ¿Y qué es Fontan?, te preguntarás. Tranquilx, todavía hay ocasiones donde recurro al diccionario llamado Google, para poder decir lo que significa. El Fontan es nada más y nada menos en poquitas palabras, una cirugía que busca cerrar todas las comunicaciones entre los hemicardios derecho e izquierdo y conectar las venas cavas con las arterias pulmonares. Si lo lees así de sencillo, de primera intención puede parecer una intervención muy sencilla, pero no, no lo es. El Fontan es un procedimiento totalmente invasivo, que se le practica a niños con condiciones del corazón. Tiene un número de efectos secundarios, que no tengo la intención de mencionar. 

       Sin embargo, quiero compartir una anécdota que vivimos en la oficina del cardiólogo de mi hijo. En una de las citas post el procedimiento del Fontan, en la clínica pediatría habían practicantes. Cuando entramos a la oficina y el cardiólogo le explicó a una de las chicas, todos los diagnósticos y cirugías de Ian, ella ni corta ni perezosa le respondió: "Esa es la cirugía que puede hacer que le llegue un coágulo a la cabeza." En circunstancias como estas, el mundo se hace chiquito, el pecho se aprieta y el corazón se hace una pasita. No sabemos quién cambió más de colores, si nosotros o el cardiólogo. No voy a entrar en el dilema de si estuvo mal la situación. Simplemente hemos optado por usar el momento como una anécdota que aunque en el momento nos hizo pedazos, ahora buscamos que tenga chiste. Aunque vivir en esta aventura no tiene mucha gracia. 

       Así que tratando de usar las circunstancias en bien de esta aventura, en un año corriente desde hace 8 años celebró vida 3 veces. En esta aventura he aprendido que cada cosa que de una forma u otra haya logrado una mejor calidad de vida para mi hijo debe ser celebrada, con bizcocho; como un cumpleaños. Porque si alguien ha sabido vivir en plenitud 8 años ha sido mi hijo. No sé, si el hecho de celebrarle la vida cada 23 de noviembre, cada 4 de junio, cada 29 de agosto, sea el estandarte a sentirse tan lleno de vida, que no quiere desperdiciar ni un solo momento, de cuando ser feliz y divertirse se trata. Este verano ha sido muy duro para él, ha perdido a una mujer muy importante en esta aventura, a su abuela materna. Y aunque lo que ha acarreado la muerte no ha sido fácil, ha aguantado y superado los momentos, como todo el guerrero que digo que es. 

        Al igual que en una ocasión exigió su derecho a no morir, (porque en el cielo no se pueden tener juguetes) lleva meses exigiendo de igual forma su derecho a ser en su momento, un adulto independiente, casado, con hijos y viviendo en Orlando, Florida. Saben qué, a veces me duele esa madurez, y le digo que me tiene que cuidar como alguna vez lo he hecho y sigo haciendo con él. El muy bandido, me dice que no va a poder ser, porque él ya tiene planes. Acercándose el 29 de agosto, le he mandado a hacer un bizcocho, celebraremos como todos los años desde el 2012, los 5 años de una nueva vida. ¿Cómo puedo negarme a que se forme como hombre y viva en plenitud? La culpa es toda mía, porque mientras esté en mis manos, 3 veces en el año, le celebraré la vida, esa que le da bríos y a mi esperanza. 

lunes, 23 de enero de 2017

Tengo unos zapatitos

Caminante no hay camino, se hace camino al andar. -Serrat


Guardo unos zapatitos, los guardo por amor, por nostalgia, por aprendizaje. Me los regaló mi hermano, para mi hijo mayor, hace casi 15 años. Fue de las pocas cosas que guardé, primero, porque me los regaló mi hermano, segundo porque son unos Timberland, los cuales indudablemente yo podré algún día costear. Así que, con mis razones muy válidas, nunca regalé los zapatos. En estos días, mientras los encontraba, con los tesoros que guardo en las gavetas de mi hijo menor, los encontré nuevamente. Y me dio nostalgia ver esos zapatitos tan chiquitos. Y más nostalgia me dio recordar que ya mis hijos están grandes. Entonces, quiero llenarlos de aprendizajes, de costumbres, de esperanzas. Y a veces, en ese intentar, no logró medir, que aunque mi amor por ellos, crece con ellos, ya los zapatitos no le sirven. Mientras veo mis huellas, sea frente de ellos o detrás, tengo que entender, que puedo guiarlos, pero no hacerles camino, porque ese lo hacen ellos al andar. 

Muchas veces me frustro, porque no logro comprender, como se me pueden desviar. O porque no pueden comprender o darle validez a lo que yo a mis cuarenta años presumo que es importante. Así que en ocasiones, he recurrido a ahogar mi frustración y dejarlos que literalmente se "maten" jugando. Dando por sentado que el grande debe aprender a manejar su brusquedad y por consiguiente el pequeño debe aprender a defenderse. Pero, soy madre, y al igual que en un ring de boxeo, toca la campana, se tira la toalla, y el más pequeño llora. A veces por la frustración de verse perdido, a veces por la frustración de no poder ganar. Es ahí donde cantaleteo, guiando, llevando, tratando de barrer las inseguridades. Recordándole al mayor lo cerca que está de los quince y su insistencia en comportarse como el de 7, pero con la brusquedad que carga en ese cuerpo tan pesado y alto. Recordándole al pequeño, que aprenda a ignorar, un equivalente a fluir. Y de por sentado que a veces su hermano lo mortifica por deporte. 

A veces olvido, que con unos 7 años de diferencia, ese pequeño tiene más camino recorrido que yo. Que no se le puede pedir a alguien que pare en la guerra, cuando se la pasa viviendo en batalla. Que las armaduras a veces no se llevan por fuera y que cubren esas imperfecciones que para mal, traen un bien a quién lo tiene cerca. Y están los caminos recorridos por el mayor. Tantos cambios, tantas historias, tantas pequeñas batallas que se hacen enormes, dentro del cuerpo de un adolescente, que no deja morir ese niño que lleva dentro, y que tampoco debe hacerlo. En este camino de la maternidad, es imposible no barrer caminos. No querer evitar los baches, no querer que se ensucien. Pero es justamente ese camino, el que he recorrido de muchas formas, que me recuerda, que en la vida que le queda a mis hijos, mientras sean parte de mi hogar, hasta que sean hombres, no puedo imponerles un camino, su camino siempre se hará al andar.